domingo, 3 de enero de 2010

El regreso del Cerezo



Nancy Alcalá Martínez
Tercer Semestre

Pequeñas hojas caían de los árboles del cielo –se tapizan las calles de amarillo–, para crear una alfombra fresca; la misma que Celeste escondía cada mañana con el trozo de una escoba plateada. Nunca le gusto el otoño, porque le robaba la impresión al color de sus girasoles.

Las hojas amarillas se resistían, se paralizaban un minuto para después salir en busca del viento. Ella, dio media vuelta para esconder la vieja escoba en el jardín trasero; olvido la plata por unas tijeras oxidadas. Dio unos pasos más para contemplar sus violetas azules y se arrodilló para comenzar a cortar. Las violetas dejaron resbalar lágrimas por sus pétalos; los suspiros frenaban. Los ojos de Celeste ignoraron la dramática escena. Los pétalos tristes flotaban queriendo reposar en alguna nube sola; lloraban gotas de limón, lágrimas dulces.

Las nubes temblaron, huían del hombre llamado “recuerdo”, ya no formaban besos en la orilla del cielo porque Celeste las había dejado de ver. No jugaban más desde que Diego tomó el Cerezo dejando un vació en el pasto verde. Permanecía a un lado de cadáveres que parecían moverse a un lado de las violetas que plantó su amor alguna tarde. Sus largos cabellos corrían mojados sobre un vestido rojo; sus ojos se decoloraban manchando sus blancas mejillas de porcelana. La mezcla de la tierra con el agua abrazó un poco más de la mitad de su piel.

El sol, que simulaba convertirse en eternidad, se apagó como la luz de un viejo cerillo. Celeste cerró los ojos para intentar aprisionar la miel que salía de ellos. Pensó en la magia que su vida abandonó, las historias utópicas, las flores brillantes y las estrellas fugaces que pintaban en el ayer. La lluvia aumentó lastimando su débil cuerpo. Levantó la cabeza, olvido las tijeras que luchaban por no hundirse en el lodo. Corrió un poco, hasta empujar la puerta de madera en la entrada de la casa.

Celeste subió a su habitación, tomó una pequeña llave del cajón roto del ropero, desabotonó su vestido dirigiendo sus manos a la cicatriz que aguardaba en su pecho, moldeo la llave en su cuerpo y sacó un corazón con pequeños destellos de estrella. Se acercó a la cama dejándose caer, aún sosteniendo con fuerza aquella máquina de sentimientos. Contempló un trozo de vida en sus manos y lanzó al inocente corazón por la ventana.

Casi inmóvil se sentó en una silla, junto a la ventana. Observo unos pies sucios, recordó los pasos que había dado semanas atrás. Se rehusaba a moldear un camino sin aquel hombre que había colocado con sus manos ásperas el sentimiento al que ella renunciaba. Alzó la mirada hacia la ventana de trozos de estrellas fugaces. La señora Luna cerraba su paraguas, la tormenta se alejaba. Celeste suspiraba. Un payaso mordía el labio de una hermosa bruja, dueña de un colorido corazón. Los pisos de aquel cuarto se convertían en un laberinto de agua salada que se escapaba de los ojos miel de la dulce joven que esperaba un último suspiro.

La habitación no contenía aire. El vestido rojo se manchaba del blanco de su sangre. Con la muerte en puerta, movió la dirección de su mirada. Un Cerezo nuevo ahora ocupaba el lugar del que Diego había arrancado días atrás. ¡Ese árbol no estaba por la mañana! Ella le arranco una sonrisa a su cuerpo dejándolo sin vida. Alguien abrió la puerta de la habitación donde el cuerpo congelado de Celeste se sostenía en una silla. Diego… había vuelto.

(Imagen obtenida de http://s3.amazonaws.com/lcp/mafetzita/myfiles/Arbo-de-cerezo-en-flor-1.jpg).

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